domingo, 18 de noviembre de 2007

Sobre Geografia de la distancia

TIEMPO MÍTICO Y TRADICIÓN

Luis Pacho: GEOGRAFÍA DE LA DISTANCIA

Gustavo Tapia Reyes

Hay poetas que, depurándose en silencio, tardan mucho en publicar, pero cuando lo hacen se comprometen de tal modo que nos dejan con la expectativa de esperar lo que vendrá luego. Este es el caso de Luis Pacho (Laraqueri - Puno, 1969) quien, a sus 35 años de edad, ha publicado Geografía de la distancia (2004), libro que, a través de su más de medio centenar de páginas, evidencia a un poeta dueño de un lenguaje personal y depurado.

Dividido en cuatro partes designadas por títulos autónomos y simbólicos, este libro permite ingresar en un mundo en el que la poesía se convierte en un instrumento valioso para recuperar el espacio que, como ciudadanos de este país, perdimos en algún momento. En la primera parte, “Atisbo de lejanía”, estamos inmersos desde el principio en la certeza de pertenecer a un espacio nuestro, aunque no esté precisamente en nuestras manos. Pacho dice: “Este istmo pasajero/ que vive al borde de mi cuerpo/ respira el légamo de un tiempo/ de leves orígenes” (p. 11). Es la convicción de quien es consciente que arrastra todo un pasado histórico de tradición que le ha significado asirse a una raigambre natural. Entonces asevera: “Sin embargo, desde remotos bares/ donde he manchado la luz con gotas de sangre,/ mi pensamiento ológrafo/ aguarda aquella respuesta pensativa/ que he olvidado en el delirio”. (p. 13).

Por eso no reniega de su condición de humano si no que, consciente de sí mismo, señala: “Sé que tenemos un nombre/ aterido que puebla las vísceras/ de un organismo que no descifro” (p. 23). O también cuando refiere a un pasado destruido por manos extranjeras y que ha ocasionado un trauma del que todavía no nos recuperamos: “Podíamos nombrar a las cosas/ por su nombre y huir con nuestro adiós vivificado”. Eso era: “Sin avenidas largas ni habitantes desconocidos”. Distante de cualquier situación anómala antes de la destrucción final: “Ajeno al irredento vaivén con que se anuncia/ el polvo de la tarde y lejos de la boca desdentada/ que nos arrancó de la luna”. (, p. 14).

Estamos entonces condenados a eso, y la poesía de Pacho nos hace evocar tanta sangre y muerte que se sembró por doquiera en este continente que pudo tener otro destino, más allá del profetizado por Bolívar (1). Pacho es un poeta que dice las cosas de modo tal que, sin apartarse de su lenguaje poético, refleja bien la realidad: “.../nos quedan los viejos ceramios/ o las bancas olvidadas de los parques”. (p. 16); o lo hace en tono de advertencia: “Ese guardián somnoliento/ que suponíamos en la lamida/ de las albas, no olvidará/ las huellas de topo/...” (p. 19). O también cuando dice: “Finalmente descubro que/ no fuimos la frágil frontera/ que separa la sombra desprendida/ de los lirios azules/ ni habitamos súbitamente/ la inmanencia del silencio,/...”. (p. 22); o al sentir que su voz se extravía entre la incertidumbre por no hallar alguien que la continúe: “Cuándo hallaré al habitante desahuciado/ en el antiguo presagio con que tu canto/ humedece la amargura”. (p. 20), o al asumir la condición de: “... el/ desconocido/ de siempre/ que canta/ con la flauta/ de su hueso/...” (p. 15); aunque sucede igualmente que ya no da para más en ese afán y estalla con su invocación a la tierra como último recurso para que la situación cambie: “Detén/ los calendarios,/ Pachamama./ Cuelga/ esta nube/ viajera”. (p. 28).

Por supuesto, todo se enmarca en una tierra poblada de mitos y leyendas de donde el autor proviene, al extremo de que en el poema en prosa que presta su título al libro aparezca el orgullo natural de quien dice que: “Mis pies perseguían los caminos”. (p. 26) o: “.../Yo me copiaba en la lluvia también. La lluvia era una gota que giraba mil veces para hacer una fiesta después de los crepúsculos”. (p. 26), porque todo el ejercicio de escribir es una constante que no debe estar en contraposición con la naturaleza de su entorno: “A veces escribía garabatos que no entendía. Sin embargo, la brisa que olía a totora, poblaba las islas con el apuro de la garúa sobre las piedras y traía coleópteros alborozados para esconder en su noche la soledad y un cielo líquido”. (p. 27). Todo un tiempo encuadrado sobre un espacio que, aunque no mencionado directamente, es obvio dilucidar que se refiere a la tierra natal del poeta, cuya aprehensión persigue de modo incesante.

Pero el tiempo como elemento básico en la poesía de Pacho es el mítico, cuando el mundo no era tan “civilizado” ni se conocía de sus vicios. Es el tiempo en que nuestros ancestros crearon una propia civilización que fue destruida. Empero, Pacho no es un poeta pasadista, sólo muestra la consecuencia de ser un hombre perteneciente a una raza, como en la segunda parte del libro, “Cuadro posterior”, donde se arraiga al entorno con un yo que se afirma continuamente, diciendo: “En los espejos ahumados de Laraqueri/ las calaminas de plata humedecen/ la nítida luz de los días olvidados./ Las escasas aves./ Las únicas olvidadas por la infancia./ Las que suspenden el alma/ y dejan caer el cuerpo,/ todavía espulgan su nostalgia erizada/ al viento de una tarde cualquiera”. (p. 39).

Luego, se ubica en un entorno más familiar, íntimo, que lo lleva a sentirse más seguro de sí, adoptando un tono de consejero: “Construye el piso más alto de los sueños/ una estatua pensativa de ti mismo./ Huye del vacío que quiebra los caminos/ qué nos queda sino un océano de calmas”. (p. 43); señala su presencia de certidumbre: “...Yo sé/ detrás de las palabras y sus velas/ el mundo se vuelve sueño”. (p. 34), y se inclina por la confidencia: “Y correr como el viento. Salir airoso/ del trueno. O doblar una simple/ esquina y perecer al filo de una noche/ sin responder a tu propia sombra”. (p. 36). Después avanza en su periplo a través de unos versos que desperdiga desafiantes: “Aquí vencerán/ la sombra habitada de mi cuerpo./ Será fácil coger la carne/ de mis entrañas/ y saborearlas con el apetito voraz/ de un troglodita enamorado”. (p. 44). Sabe que la vida no culmina cada tarde sino que se inicia constantemente: “Sin embargo en esta calle/ por donde nunca nos hemos ido/ los musgos nos abrazan/ tibiamente los tobillos”. (p. 31); aunque en medio de esa entrega haya irrumpido el amor que aligera cuánto toca: “.../ cuando nuestros rostros eran/ el cuerpo azucarado de la noche; /aún pudo borrar/ la huella de tus ojos/ en mis ojos, pero jamás/ dejarme sin tu aliento/...” (p. 45), para después agregar: “Fue allí que perdí la huella acendrada/ de tu cuerpo y deifiqué tus ojos arcanos/...” (p. 46); idea que se cierra con una precisión: “.../Nunca más el arco iris/ en los patios alejados de tu nombre/ ni las olas amarillas de tu nombre/ ni las olas amarillas de los pajonales/ sacudiendo este esbozo sonoro/ en medio de una víspera que estalla en silencio”. (p. 47).

La tercera parte, “Confesión menor”, es la afirmación rotunda de quien expresa un retorno en medio de las dudas, sin encontrarse todavía seguro de sí. Pacho se pone abstracto en “Impronta” y después en el poema que da título a esta parte, queriendo emerger en pos del optimismo, dice: “Nada pudo conmoverme/ más que tus palabras/ rescatadas del naufragio”. (p. 52). Se trata de un hombre extraviado, cuya única certeza es pertenecer a una tradición, pese a que muchas veces no entiende por qué debe permanecer en ésta: “Qué mar erguido ocultará este verso, y/ navegue suelto de mares mientras/ la exaltada pasión sube y nos consume/ a tientas?” (p. 59). Nada le es suficiente: “Después que las luciérnagas viajeras/ abandonaran el espasmo del silencio, pudimos zurcir/ el grito de una canción. O sencillamente/ subir por el tiempo en duermevela/ cosechando estrellas somnolientas”. (p. 55); ni siquiera cuando se ubica en su entorno más cercano: “Descolgando las madrugadas en el afiche/ de las calles/ rumbo a una ciudad migrante/ que anochece en cualquier esquina desolada”. (p. 57), hasta llegar al poema “Puerto final”, que expresa el descanso de quien tal vez se siente o se sintió un guerrero caminando sobre la vida.

“Ahocinario” es la última parte del poemario, donde Luis Pacho, profesor de Educación Secundaria que cursa Leyes en la Universidad Nacional del Altiplano, institución en cuyos IV Juegos Florales del 2001 ganó el Primer Premio en Poesía, se reconcilia a su modo con el contexto más cercano: “Un tiempo adormecido en los caminos/ atesoró en horarios líticos/ la crónica insomne de inconfesables/ memorias” (p. 65), con una persistencia que nos hace pensar en la continuidad de una voz que se desperdiga y a la que ahora ya no renuncia: “Y nuestro eco despertado/ en el ombligo de los siglos,/ asciende por andenes telúricos/ -en vuelos abanicados de colibrí-/ despertando el orgullo de su aliento/ en el cielo agitado de rostros milenarios” (p. 67), desenvolviéndose ahora en una voz colectiva: “Nosotros supimos del tiempo/ cuando viramos al olvido el rostro/ de los siglos amontonados a la intemperie” (p. 68).

En verdad, es la parte más optimista del libro. Pacho se despercude de su tono pesimista para volcarse sobre una invocación panteísta: “Llévame por la bruma de los riachuelos/ con las voces del alba que despertaron/ tus ojos veleros/”. (p. 78), señalando el camino para que las cosas desde su estado original sean avanzadas hacia otro que representa cambio: “Es hora de vertebrar las historias diseminadas,/ celebrar la muerte de las sombras/ y recoger sus átomos septentrionales./ Nacer para recoger tiempos aislados/ y volver a la misma retina sedentaria./ Lejos de las seudópodas maneras”. (p. 76). Es una toma de conciencia que lo vuelve hacia: “Un tiempo iridiscente/ escrutará la agonía del silencio/…” (p. 70), incluso el amor tiene otro matiz: “Solo aquí tu nombre vive colgado/ en una sonrisa” (p. 72), antes de lanzar una certera afirmación: “Por eso es preciso buscar la entrevía segura/ de los destiempos, de sus eras arcaicas/ y sus vientos tan reales como el fondo/ de las nubes./ Luego, inventar otra página con todo lo llovido/ hasta sorber cálidamente un camino hecho/ de tiempos fósiles”. (p. 74); sin embargo, la nostalgia irrumpe en un poema dedicado a la madre: “Amanecía y su rueca hilaba nubes./ Ella recogía los últimos granos y nosotros/ dormíamos en una alfombra de lluvia”., pues siendo quien es no abandona sino protege por encima de todo: “El cielo caía en sus espaldas/ pero ella tenía el tiempo para acunar/ en sus manos la sonrisa de la luna”. (p. 77).

Para Pacho el lenguaje poético no tiene por qué estar vedado con el tema, sino que ambos elementos deben estar indefectiblemente unidos. Debe producirse un puente secreto entre ambos. Así, con mayor precisión lo consigue en tres poemas: “Claustro”, que, pese a no llevar el título específico de “arte poética”, perfectamente puede desempeñar este papel; “Titiqaqa o la voz de las olas”, donde desde el mismo título menciona a aquel lago que expresa con precisión a su tierra y, quizás presintiendo el acabóse de algo, viene “Final”, poema que, a pesar de su extensión, expresa esos dos extremos por los que circula la poesía de Pacho. Por lo demás, el autor juega con la página en blanco y la tipografía de los mismos, sobre todo cuando distribuye sus versos con espacios bastante pronunciados, empleando a su vez las letras cursivas, mientras en poemas como “Canción de bar al final de un jirón oblicuado”, “Cansancio”, “Ojo de estatua” y “Puerto final” un rasgo saltante es el empleo de las letras mayúsculas, a diferencia de otros donde apenas lo hace en unos cuantos versos. Todo está claro apuntando al resalte de lo que ansía de este libro, que siendo inaugural, es un buen comienzo, pues si se contrapesan los aciertos con los dislates, que ni el surrealismo consentiría (“Coger la visita/ vinosa de las mujeres desconocidas”) ganan los primeros y, conforme dijimos al principio, nos dejan con la sensación de esperar a que los versos de Pacho sigan brotando para seguir degustándolos.

(1) En su libro Las venas abiertas de América Latina, el escritor uruguayo Eduardo Galeanoconsigna en un epígrafe que el libertador de origen venezolano profetizó amargamente: “Nunca seremos felices, nunca”.

Gustavo Tapia Reyes (Chimbote, 1970) Profesor y periodista. Cursa una maestría en la Universidad Privada San Pedro. Participa en el libro de cuentos Invención de la bahía. Cinco narradores chimbotanos.